El 8 de mayo se estrenaba en el Teatro Central de Sevilla el último trabajo del creador belga Jan Fabre, donde el artista multidisciplinar se ha encargado de casi todo: desde la dirección hasta la escenografía pasando por los textos, la coreografía y el vestuario
Creada en el año de la “distancia social”, The fluid force of Love nos invita a reflexionar sobre la necesidad imperiosa de la sociedad actual de categorizar todo lo que somos, proponiendo una crítica al sistema del nombre y la etiqueta. Un alegato a la necesidad de simplemente ser y amar en libertad.
Doce pupitres con doce sillas como única escenografía para la danza, el texto y la acción de nueve intérpretes que aparecen vestidos igual, ellos y ellas, con traje, corbata y calcetines blancos, sin zapatos. Un vestuario desprovisto de cualquier significación relacionada con el género y que los actores-bailarines van adaptando de manera formidable a lo largo de todo el espectáculo.
Así pues, las prendas adquieren protagonismo propio y quizás sea lo más espectacular de los escasos 80 minutos que dura la obra. Y digo escasos porque artista y creador belga nos tiene acostumbrados a poner a prueba nuestra resistencia en el patio de butacas sin ser esta, normalmente, una tarea ardua. La espectacularidad visual de los trabajos de Fabre es, quizás, lo que más se ha echado de menos en este trabajo con poca danza y menos acción, del que esperábamos un poco más de “suciedad fabriana”. Eso sí, no faltó uno de los sellos particulares del belga: la catarsis final donde el baile espasmódico de estos guerreros de la belleza dejó a la sala fascinada hasta que se apagaron las luces y la “obligación” de accionar el aplauso nos sacó de nuestra hipnosis.
El mensaje es claro: el ser humano no puede -ni debe- dividirse en categorías. Y desde el corsé que supone el aula de un colegio, el creador de las 24 horas inolvidables de Mount Olympus, nos invita a reflexionar sobre la necesidad de deshacer los límites del género. Un discurso necesario pero que para las nuevas generaciones puede resultar, incluso, repetitivo. Son los jóvenes que vienen pisándonos los talones los que nos enseñan cada día que amar no tiene apellidos, que la libertad no es cuestionable y que solo a lo que se le concede la atención, adquiere la importancia.
En definitiva, un trabajo en el que los guerreros de la belleza defienden con maestría el arte de contar historias con el cuerpo y nos bailan una oda al poder liberador del amor sin adjetivos. Abrir puertas y ventanas en el siglo XXI es un hecho, pero recordarlo sigue siendo un deber.
